Carlos II, el Hechizado. Rey de España (1661-1700)
Carlos II fue un niño débil y enfermizo que sobrevivió a duras penas a una infancia de continuas dolencias. Sólo los extremados cuidados de su madre y de su aya, María Engracia de Toledo, hicieron posible que superara sus primeros años. Esta debilidad física, junto con una cortedad de inteligencia rayana en la idiocia, han sido tradicionalmente atribuidas por la historiografía, con escasos fundamentos científicos, a los excesos de la consanguinidad matrimonial entre los Austrias. El nuncio pontificio Millini nos ha legado una expresiva descripción de Carlos II: “El rey es más bien bajo que alto, flaco, no mal formado, feo de rostro; tiene el cuello largo, la cara larga, la barbilla larga y como encorvada hacia arriba; el labio inferior típico de los Asturias; ojos no muy grandes, de color azul turquesa y cutis fino y delicado. Mira con expresión melancólica y un poco asombrada. El cabello es rubio y largo, y lo lleva peinado hacia atrás, de modo que las orejas quedan al descubierto. No puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a una pared, una mesa u otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligencia, de memoria y de cierta vivacidad, pero no ahora; por lo común tiene un aspecto lento e indiferente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia”. Su capacidad intelectual parece en efecto haber sido escasa, quizá debido al descuido en que se le educó más que a una verdadera incapacidad mental. El rey recibió una pésima educación, en parte por la dejadez de la reina madre, en parte por la mala elección de sus preceptores, entre los que destacó el intrigante Ramos del Manzano. Rey desde los cuatro años, a los nueve Carlos no sabía leer ni escribir, lo que causó gran escándalo en la corte cuando se supo.El período de regencia
Mariana de Austria, mujer poco avezada a los asuntos de Estado, se apoyó desde el inicio de su regencia en su confesor, el jesuita alemán Everardo Nithard, a quien la reina encumbró hasta el puesto de Inquisidor General y miembro de la Junta de Gobierno desde 1666. El encumbramiento de un extranjero soliviantó los ánimos de la nobleza y favoreció las aspiraciones de don Juan José de Austria, que no se resignaba a verse apartado del poder.Los desastres de la política exterior simbolizados en la paz de Aquisgrán impuesta por Francia tras la llamada Guerra de Devolución, y la inestabilidad interna sirvieron a los propósitos de don Juan José, quien el 31 de enero de 1669 marchó desde Aragón en dirección a Madrid, lo que, junto con la hostilidad de la Junta hacia Nithard, propició la caída de éste. Tampoco entonces don Juan José fue admitido para hacerse cargo del gobierno, gracias a la influencia que la reina madre, enemiga de aquél, ejercía sobre su débil hijo. Un nuevo privado de la reina, Valenzuela, inició entonces una fulgurante carrera política que le convirtió en el personaje más influyente de la corte.
El testamento de Felipe IV establecía que Carlos II tomaría las riendas del poder al cumplir los 14 años, es decir, en 1675. Llegado este momento, la regente presentó a su hijo un escrito en el que explicaba que, dado el retraso de su educación y su debilidad física, era preciso mantener la regencia aún durante dos años. Sorprendentemente para doña Mariana, su hijo se negó a aceptar tal enmienda y reclamó sus derechos como rey, al parecer por instigación de su camarilla más cercana, dirigida por su confesor, Montenegro, y por su hermano don Juan José, al que se había avisado que se preparara en las cercanías de Madrid. La reina madre ejerció nuevamente su ascendiente sobre el rey y consiguió que éste aceptara alejar a don Juan José de Madrid, y lo enviara a Aragón.
La lucha de facciones y la guerra con Francia
El nuevo gobernador debía afrontar graves problemas. Desde 1673 se arrastraba una cruenta guerra con Francia, a lo que se unía la permanente inestabilidad interna y el problema acuciante de la sucesión de Carlos II y su nuevo matrimonio. Juan José logró la Paz de Nimega (septiembre de 1678) e inició una reforma hacendística que no pudo concluir por sobrevenirle repentinamente la muerte. Los acuerdos de Nimega devolvieron a España Mesina, Puigcerdá y otras plazas catalanas, pero España perdió el Franco Condado y numerosas plazas flamencas muy importantes como Valenciennes, Bouchain, Cambrai o Ypres.Desde la muerte de don Juan José la incapacidad evidente de Carlos II para gobernar por sí mismo entregó el poder a diversos ministros, impuestos por las distintas facciones cortesanas a la débil voluntad del rey. La reina madre, que desde la entrada de don Juan en Madrid había permanecido confinada en Toledo, fue llamada nuevamente a la corte por su hijo. La pugna por el control del poder separó dos partidos cortesanos: el adicto a doña Mariana de Austria, dirigido por el duque de Frías, y el partido nacional o donjuanista, encabezado por el duque de Medinaceli. Finalmente, Carlos II eligió como primer ministro a este último, hombre poderoso pero de escasa capacidad política.
El duque de Medinaceli trató de continuar la política emprendida por don Juan José. Pero las derrotas exteriores (Paz de Ratisbona) y su irresoluble enemistad con la reina provocaron de nuevo la caída de Medinaceli en 1685. Éste había recibido una Hacienda completamente agotada y se mostró incapaz para solventar los problemas financieros de la monarquía. Estos años fueron los más difíciles del reinado debido a la profunda crisis económica y a las pestes y hambrunas que soportó el reino. Medinaceli puso en práctica métodos poco ortodoxos para conseguir dinero: se incautó el dinero de particulares a la llegada de la flota de Indias, lo que causó más de un incidente, puesto que uno de los afectados, el elector de Brandeburgo, se tomó la revancha propiciando la captura de dos mercantes españoles en Ostende. Hubo además numerosos tumultos, como los de los gremios de zapateros y panaderos de Madrid y la huelga de brazos caídos del personal subalterno del Palacio en 1680.
En lo internacional, el gobierno de Medinaceli siguió siendo tan inoperante como el de sus antecesores. Luis XIV, el gran timonel de la política europea, se impacientaba ante la perspectiva de apropiarse de los dominios españoles y, pretextando el incumplimiento de los acuerdos de Nimega, tomó Courtrai y Dixmude en 1683. Ello provocó una nueva declaración de guerra contra Francia, a pesar del agotamiento español. La guerra fue breve y desastrosa para la monarquía española. El ejército francés invadió Cataluña, llegando a poner sitio a Gerona, mientras la verdadera guerra se desarrollaba en Luxemburgo. Las victorias francesas en el frente alemán precipitaron la firma de la paz separada por el emperador y Holanda, aliados de España, en 1684. España se vio así abandonada y tuvo nuevamente que someterse a las exigencias francesas. El tratado de Ratisbona de agosto de 1684 entregó a Francia la plaza de Estrasburgo durante veinte años y la renuncia total de España a Luxemburgo, plaza que era la clave de la defensa de los Países Bajos, a cambio de la devolución de Courtrai y Dixmude.
Sustituyó a Medinaceli al frente del gobierno el conde de Oropesa, que se mantuvo en el poder hasta junio de 1691. La caída de Oropesa fue esta vez obra de la nueva reina, María Ana de Neoburgo, ya que el primer ministro había defendido la candidatura de una princesa portuguesa al matrimonio con Carlos II. Oropesa trató de establecer reformas en la administración y en la Casa Real, que pasaban por la reducción de los cargos palatinos, encontrando la insalvable oposición de la nobleza. Tanto la reina madre como María Ana de Neoburgo trabajaron para hacer propiciar la caída del ministro y presentaron al rey un memorial de cargos contra él. Carlos II no se resolvió a destituirle, pero finalmente las presiones de su madre consiguieron su objetivo y el 27 de junio de 1691 Oropesa fue separado del gobierno.
Oropesa, sin embargo, había dado muestras de mayor inteligencia en los asuntos internacionales y propició una estrecha alianza con Austria, Suecia y el Imperio alemán que se plasmó en la constitución de la Liga de Ausgburgo en junio de 1680. En 1689 Luis XIV emprendió la guerra contra la Liga, atacando Flandes y Cataluña por tierra, mientras por mar la flota francesa hostigaba las costas mediterráneas y las Antillas. En 1690 el ejército francés sometió duramente a los aliados en la sangrienta batalla de Fleurus, iniciando una fuerte ofensiva francesa en los Países Bajos que los ejércitos español e inglés fueron incapaces de contener. En Cataluña la guerra fue también desfavorable para España, ya que perdió las villas de Camprodón y Urgel. Ésta era la situación militar cuando Oropesa fue destituido.
La sustitución de Oropesa inició nuevamente la lucha entre las facciones cortesanas. Las dos reinas tenían sendos candidatos. Como no pudo llegarse a un acuerdo sobre el nombramiento de un primer ministro, se creó una Junta de Gobierno constituida íntegramente por personajes del partido austriaco. Esta Junta alcanzó gran impopularidad (se la conocía como la “junta de los embusteros”, porque ocultaba la situación de la guerra contra Francia). Frente a ella, estaba la “compañía de los siete justos”, grupo de nobles y legistas que abogaban por la puesta en marcha de una profunda reforma institucional y por la firma de una paz separada con Luis XIV que pusiera fin a una guerra desastrosa. Estos consejos fueron desoídos por el rey, sometido a la influencia del partido austriaco.
Mientras tanto la guerra continuaba en todos los frentes con serios reveses para los aliados y especialmente para España en el frente catalán. Las tropas francesas ocuparon Barcelona en 1697. Las continuas derrotas de la Liga dieron paso a las negociaciones de paz, que concluyeron con el acuerdo de Ryswick en 1697. Luis XIV devolvió todas las conquistas hechas en los territorios españoles después de la paz de Nimega. El monarca francés accedió tan generosamente a devolver los territorios ocupados porque en toda Europa había comenzado el movimiento diplomático para dirimir la sucesión española, cuando resultó evidente que Carlos II moriría sin herederos.
El matrimonio del rey y la cuestión sucesoria
Ya antes de cumplir la mayoría de edad, el problema del matrimonio del rey se hizo prioritario, pues se temía que Carlos muriera pronto o no pudiera engendrar dada su debilidad física. En principio se barajó la posibilidad de casarlo con la hija del emperador Leopoldo, siguiendo la tradicional linea de matrimonios endogámicos de los Habsburgo. Eran partidarios de este enlace la regente doña Mariana y el conde de Harrach, embajador imperial en la corte de Madrid. Sin embargo, la juventud de la princesa hubiera demorado demasiado tiempo la consumación del matrimonio y el nacimiento de la posible descendencia, por lo que se desestimó esta opción.Tras la paz de Aquisgrán en 1668, cuando dominaba la política exterior el partido francés, se pensó en una princesa de la casa de Borbón. Dos fueron las candidatas: María Teresa, hija de Luis XIV y de la infanta española del mismo nombre, y María Luisa, hija de los duques de Orleáns. De entre ellas se prefería a María Teresa, pero la princesa murió en 1672 y, por otra parte, para entonces se había ya roto la precaria paz con Francia. Esto hizo que volviera a pensarse en una boda tradicional con una dinastía alemana.
El matrimonio del rey quedó sin embargo desplazado de los asuntos prioritarios, con escasa previsión, durante los gobiernos de Valenzuela y don Juan José de Austria. Una vez restablecida la paz en Nimega en 1678, don Juan decidió por su cuenta el matrimonio de su hermano con María Luisa de Orleáns, sobrina de Luis XIV. La propuesta matrimonial fue muy bien acogida por el monarca francés y pronto se pactaron las capitulaciones, una vez que el papa Inocencio XI dio las dispensas necesarias por ser los novios parientes muy cercanos. Las nupcias se celebraron en Fontainebleau en agosto de 1679. Las fuentes coetáneas cuentan que el rey cayó rendidamente enamorado de su esposa y que ésta ganó rápidamente una gran influencia en la corte, aunque su intervención en los asuntos de Estado fue poco importante. María Luisa fue utilizada como peón de los intereses de Luis XIV en España. Su temprana muerte en 1689 (que algunos consideraron sospechosa) dejó nuevamente abierto el problema matrimonial, mientras la falta de descendencia del rey se convertía en una cuestión acuciante tanto en España como en las cortes europeas.
Diez días después de la muerte de María Luisa, el Consejo de Estado instó a Carlos II a volver a casarse con carácter de urgencia. En marzo de 1689, se acordó el matrimonio del rey con la princesa María Ana de Neoburgo, de la casa de Austria. Ésta pronto se dio cuenta de la improbabilidad de que le naciera un hijo del rey, y se entregó a las intrigas que se tejían en Europa con vistas a la sucesión del trono español. Desde su llegada a España en 1690, María Ana ocupó un lugar central en los acontecimientos políticos, propiciando un acercamiento al Imperio y un nuevo deterioro de las relaciones con Francia, que acabaría en el estallido de una guerra de dimensiones continentales.
El problema de la sucesión al trono español se convirtió en la cuestión más importante tanto de la política española como europea. Durante una grave enfermedad de los reyes, en septiembre de 1698, el cardenal Portocarrero consiguió que Carlos II designara como heredero a José Fernando de Baviera, bisnieto de Felipe IV, al tiempo que el rey conseguía de él que, en caso de morir, se formara una regencia bipartita integrada por Portocarrero y Oropesa. Sin embargo, María Ana de Neoburgo, a cuyas espaldas se habían hecho estos planes, rompió el testamento regio y consiguió la anulación de tales disposiciones.
José Fernando de Baviera murió en febrero de 1698 y ello produjo el definitivo enfrentamiento entre los partidos austriaco y francés, que apoyaban respectivamente al archiduque Carlos de Austria y a Felipe de Anjou como candidatos al trono. Los austriacos contaban con el apoyo de la reina María Ana y de Oropesa y tenían como cabecilla al embajador Harrach. Los franceses, representados por el embajador Harcourt, contaban con ayudas más sustanciales, como en cardenal Portocarrero, presidente del Consejo de Estado. Cuando en mayo de 1699 Oropesa fue apartado del poder a raíz de los graves motines que la carestía de alimentos produjo en Madrid, Portocarrero pudo actuar a su antojo.
En este contexto se desató el célebre asunto del hechizamiento del rey, en cuya orquestación Portocarrero estuvo implicado. Aunque desde el inicio del reinado corrían por la corte los rumores del encantamiento del rey, a partir de 1698 el asunto superó los muros palaciegos y se hizo de dominio público. El propio Carlos II, convencido de su hechizamiento, pidió a la Inquisición que averiguara las causas de su mal. El confesor real, fray Froilán Díaz, del partido francés, de acuerdo con el inquisidor Rocaberti, llamó a un famoso exorcista asturiano, fray Antonio Álvarez Argüelles, con el encargo de preguntar al demonio si el rey estaba, en efecto, hechizado. Al parecer Lucifer contestó que sí y el exorcista determinó que, como remedio, el rey tomase diariamente en ayunas un cuartillo de aceite bendecido. El rey se sometió dócilmente a tal prescripción, que debió ser un factor determinante en su rápido deterioro físico. Los demonios del padre Argüelles hablaban, sospechosamente, alemán. El partido austriaco se inquietó y desde Viena fue enviado un capuchino, fray Mauro de Tenda, para que a su vez interrogara a los demonios que, naturalmente, eran todos franceses. El hechizamiento del rey supuso un esperpéntico escándalo tanto en España como en las cortes europeas. Finalmente la reina María Ana de Neoburgo, que no salía bien parada en las manifestaciones de los demonios, decidió poner fin a tanta superchería y mandó encarcelar al confesor real y a Tenda, que tuvieron que afrontar un proceso inquisitorial.
Paralelamente a estos acontecimientos, en Europa se debatía arduamente acerca de la sucesión del trono español. En 1698 franceses y holandeses firmaron un acuerdo por el que José Fernando de Baviera, heredero designado por Carlos II, recibiría España, las colonias americanas, los Países Bajos y Cerdeña, el archiduque Carlos de Austria, el ducado de Milán y el Delfín de Francia el resto de los territorios italianos y Guipúzcoa. Desde entonces Luis XIV inició un duro acoso a la monarquía española que mantuvo permanentemente en tensión al gobierno de Madrid. Los desastres sucesivos en la política exterior debilitaron aún más la posición de los gobiernos que se sucedieron en el poder.
En 1700 los intensos debates y la al parecer inminente muerte del rey hicieron que el Consejo de Estado se decantara por la sucesión francesa de Felipe de Anjou, opción que apoyó el papado. El 11 de octubre de 1700 Carlos II, con la salud ya muy quebrantada y a instancias del cardenal Portocarrero, nombró sucesor al pretendiente francés. Con la prohibición de que las coronas de Francia y España llegaran a unirse. Se creó una Junta encargada del gobierno tras la muerte del rey, mientras el nuevo rey se hacía cargo de la situación. Tres semanas más tarde, el 1 de noviembre, moría el último de los Austrias españoles, a cuatro días de cumplir los cuarenta años. Fue enterrado en El Escorial.
Las enfermedades de Carlos II
Carlos II de España era apodado “El Hechizado” porque recurrieron de forma continua sus ayudantes y allegados a la ayuda de brujos y sanadores para tratar su debilidad y pobre estado físico, a los que por otra parte también se atribuían todos estos males. Seguramente la consanguineidad fue la causa de este estado tan deplorable y todos sus problemas, que incluían un aspecto raquítico, vómitos frecuentes, fiebres continuas, los ojos de supuraban al poco rato de estar al aire libre, no era demasiado listo y era algo grave para un rey en aquella época: estéril.
El enviado del Papa a España describió de la siguiente forma al rey Carlos II:
El
rey es más bien bajo que alto, no mal formado, feo de rostro; tiene el
cuello largo, la cara larga y como encorvada hacia arriba; el labio
inferior típico de los Austria; ojos no muy grandes, de color azul
turquesa y cutis fino y delicado. El cabello es rubio y largo, y lo
lleva peinado para atrás, de modo que las orejas quedan al descubierto.
No puede enderezar su cuerpo sino cuando camina, a menos de arrimarse a
una pared, una mesa u otra cosa. Su cuerpo es tan débil como su mente.
De vez en cuando da señales de inteligencia, de memoria y de cierta
vivacidad, pero no ahora; por lo común tiene un aspecto lento e
indiferente, torpe e indolente, pareciendo estupefacto. Se puede hacer
con él lo que se desee, pues carece de voluntad propia.La historiografía clásica ha dibujado la España de fines del siglo XVII como una nación en profunda crisis y descomposición interna cuya decadencia alcanzaría su cenit en tiempos de Carlos II. A menudo se ha presentado a este monarca como la encarnación del destino trágico de los Austrias, abatidos por una degeneración familiar paralela a la descomposición de su imperio. Su triste figura, que contrasta con la del bizarro Carlos I, puede contemplarse en el espléndido retrato que de él hizo Claudio Coello para la capilla de El Escorial.
Sin embargo la historiografía contemporánea ha revisado los conceptos de esplendor y crisis de la monarquía hispánica y el reinado de Carlos II ha dejado de contemplarse, en buena medida, como la hez del cáliz de la decadencia española. A su vez la historiografía catalana ha hecho de él el mejor rey de España, puesto que, después de las grandes insurrecciones de 1640, la monarquía carolina respetó escrupulosamente los fueros de las comunidades en lo que algunos estudiosos han llamado “neoforalismo”, representado por Juan José de Austria. A partir de 1680 se han detectado numerosos indicios de recuperación económica y demográfica, la salida a la profunda crisis vivida por España en la segunda mitad del siglo XVII. Es posible así revisar la imagen de un rey cuya incapacidad para atender los asuntos de gobierno resulta indudable, pero al que la nostalgia patriótica del dudoso esplendor español ha convertido injustamente en símbolo irrisorio de la decadencia hispánica.
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